A veces es bueno reconocer al tacto
esa escritura que arrasará con premios
concursos y estatuillas.
Sentir el braille de una poesía clara.
Pero la mía muere oscurecida
por la opacidad de mis palabras.
Sin medida ni rima.
Ni siquiera sabe cómo se construyen los sonetos,
no se quiere acostar junto a Borges o Neruda
y teme perder su himen si flirtea con Vallejo
aunque ya haya sido profanada por mis manos.
Y en un instante, el cielo me protege:
se desploma
sobre tanta estupidez escrita
y moja mis palabras
las tiñe a su arbitrio
de amarillo Van Gogh
o azul Picasso
cubriéndolas de nada y de silencio,
salvándolas
de la lenta agonía
del menosprecio
o de la indiferencia.
miércoles, 14 de octubre de 2009
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